Él era arrogante, misterioso, frío y hostil, pero también atractivo, varonil, dueño de una voz gruesa –que hacía estragos con mi cordura– y de unos ojos grises que me consumían como el fuego. Y, aunque era el hombre más estoico e indescifrable que había conocido en mi vida, con un ceño fruncido eterno y una arrogancia excedía los límites de lo razonable, sentía una poderosa e incomprensible atracción por él. Desde que lo conocí, supe que era una fuerza de la naturaleza de la que debía huir para buscar refugio. Aunque no creía estar en riesgo, él no mostraba interés por mí… hasta que me hizo una propuesta peligrosa en la que, según él, ambos saldríamos beneficiados. «He visto cómo reacciona cuando la toco, los cambios de su respiración, la forma en que se sonroja cuando susurro frases a su oído… hay química entre los dos, es innegable», exponía con petulancia y lo quise refutar, pero no tenía solidez. Y, mientras él más hablaba, mis razonamientos comenzaban a sesga...