Este mes me ha encantado ya que se han escrito muy buenos relatos. Y me causa alegría tener que colocar el nombre a uno de mis favoritos.
El juego cobarde de un abandono inocente.
Ese es el nombre que elegí para este relato que a continuación les dejo para que disfruten de la lectura.
Autora: Athena Rodríguez
Cierro los ojos y aún puedo ver su imagen con claridad… aunque mentiría si dijera que recuerdo su rostro, porque ese ha quedado sumergido en el mar que es mi memoria. Y lo que veo en realidad, cada vez que intento abandonarme al sueño, es su perfil trasero: el cabello abundante, negro como la noche y en una trenza infinita; su figura esbelta: apenas afectada por el nacimiento de mi hermano y seis años antes por el mío; su atuendo recién adquirido: un vestido rojo entallado de un corte extraño y zapatos altos de charol (cosas que tengo grabadas, porque he llegado a pensar que fueron un obsequio hecho por parte del hombre con el que desapareció); y finalmente, su contoneo imperceptible y su espalda levemente encorvada, de seguro sintiendo una profunda vergüenza por haber tenido hijos no deseados y por tener que abandonarlos para empezar una nueva vida.
Pero no sé qué era lo que creía, tal vez que había engendrado a unos descerebrados, porque esa tarde nos llevó a mi hermano y a mí a caminar entre calles desconocidas, con la eterna promesa de helados y otras chucherías, e hizo que nos detuviéramos una vez alcanzadas las vías del tren (vías que, estaba segura, si seguía, pasaban justo detrás de nuestra casa), pidió que nos sentáramos sobre los rieles y dijo que la esperáramos quietecitos, que no tardaría nada. No obstante, nos amarró con una soga a manera de que mi hermano y yo quedáramos espalda con espalda.
Tenía siete años, pero no era tonta. Y lo que más me dolió, no fue su partida, sino que nos pidiera esperarla ahí, aunque lo que ganáramos fuera un encuentro con la muerte.
Sin embargo, apenas noté que mi madre desapareció entre la indiferencia de la gente, suspiré cansada; a veces uno mira al cielo y pregunta ¿por qué a mí?, pero yo no lo hice, porque mi hermano no se lamentó ni entendió nada de aquello; así que me deslicé con cuidado por debajo de la cuerda, y ya estando floja ésta, se la quité de encima a mi pequeño, que para entonces chupaba su manita izquierda con tierna fruición.
Levanté a mi hermano, y me eché la cuerda al hombro como recordatorio de lo que había pasado ahí. Y por supuesto, tuve unas inmensas ganas de llorar, pero no quise espantar a Polito, de modo que con él en brazos y la soga al hombro, no volví sobre nuestros pasos, sino que probé a marcar unos nuevos del otro lado de la vía.
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