Llevaba una vida normal, rutinaria, transcurría entre atender a mi padre, trabajar en el taller y salir con mis amigas algunos fines de semana. Pero todo cambió cuando Noah apareció delante de mí, con su metro ochenta y cinco de perfección, sus penetrantes ojos celestes y esa capacidad asombrosa de hacerme perder la cordura. Noah era la fruta prohibida del Edén, su tacto era adictivo, sus besos apasionados, y aunque intenté alejarme, renunciar a lo que sentía cuando estaba con él, no pude; se metió bajo mi piel, tomó mi corazón y luego, cruelmente, me lo arrebató.
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